martes, 29 de noviembre de 2011

SIMPATÍA

No salgas a la calle si es que aterrizas perfumada, peinada, pintada, dispuesta a comerte el mundo y eres incapaz de decir hola, buenos días, un adiós. No vayas a ningún lado si tu caro perfume, tu pelo de horas laborioso, tus labios de carmín, tu elegante atuendo y tu maquillaje esplendoroso amordazan lo único que es útil y generoso de verdad: la simpatía.

Tantas horas delante del espejo para privar a quienes te rodean del gesto más simple y gratuito, de la actitud más alegre de la vida, de bendecir a los demás con generosa vitalidad, de ofrecer una sincera sonrisa y entregarte al saludo compartido.

Cuántas personas hay, hombres y mujeres, que dedican dinero y energías en complacer sus egos en su alcoba más íntima para resultar hermosas, para pasar por atractivos, para revolucionar con su presencia todo un impacto social para luego, en un segundo, ser fríos como el hielo y desdeñosos de comportamiento.

La bruja de Blancanieves hacía lo mismo. “¿Quién es más bella que yo?”, le preguntaba a la luna de su dormitorio. Pero su aspecto agraciado y radiante era flor de un día. Es de agradecer la autoestima, la complaciente presencia y la lindura exterior, pero el encanto, como en los cuentos, durará lo que un suspiro si no se presume de la mejor elegancia: educación, cortesía, empatía y altruismo.

Llenas están las calles, los ascensores, los lugares de trabajo, los antros de ocio, incluso los rincones olvidados, de gentes coquetas y presuntuosas que están vacías por dentro y respiran aire de difuntos.

Con lo que a mí me gustan las alegrías, las bromas y las miradas comprensivas…

Música sugerida: IN EXCELSIS. Rodrigo Leao

viernes, 18 de noviembre de 2011

UNA MONTAÑA DE PATATAS

Sucedió una vez que un niño caprichoso, obeso de comer chucherías conseguidas por chantaje emocional, dueño de su universo y del entorno de los demás, le pidió a su padre una montaña de patatas. Quería ver, por un imprevisto antojo de su mente infantil y mal criada, una montaña de patatas en la era. El terreno, ahora hay que decirlo, era una finca de su padre, rico y casi latifundista, que cultivaba todo género de productos agrícolas y que rascaba dinero de las subvenciones oficiales para encubrir su portentosa fortuna.

El niño mimado quería ver en la era una montaña de patatas. Se le ocurrió así, de repente. Y el padre, rico en dineros pero escaso de recursos educativos, ordenó al encargado que trajera unos sacos de patatas y los esparciera en la era. No fue suficiente porque el niñato, haciendo pucheros y amenazando con romper a llorar, exigió una montaña más grande y más alta.

El padre, harto de ver a su hijo tan compungido, le dijo al encargado que trajera un remolque y lo vaciara en la era. Así lo hizo el hombre con la disciplina que le caracterizaba, pero ese esfuerzo resultó inútil. El desgraciado niño quería más, y lloraría sin parar hasta que no se transformara la era en una gran montaña de patatas.

El padre de la asquerosa criatura, muñeco diabólico, le dijo al capataz que comprara todas las patatas del término municipal, y que las expusiera en la era de los cojones. Así lo hizo el encargado, talonario en mano y, a la mañana siguiente, llegaron a eso del mediodía hasta veinte camiones de patatas que depositaron, kilo a kilo, en la era también de los cojones.

Extendidos los tubérculos en una llanura cuyo horizonte y altura asustaban hizo llamar el padre a su hijo de los cojones y le dijo: “Aquí tienes lo que querías. ¿Estás contento?”.

Pero el niño de los cojones no respondió. Apuraba una coca cola con su pajita colorá y simplemente sonrió.

Aún nos parece exagerada la historia pero, si no nos ponemos las pilas y se educan a los hijos como hay que hacer, se harán hijos pijos de los cojones y se perderán en la imbecilidad generaciones enteras. Yo habría enterrado al niño media hora bajo de la montaña, pero no era el mío.

Prefiero los niños que sueñan con fantasías más hermosas y que no acumulen patatas para digestión de la vista.

Música sugerida: EL NIÑO QUE QUERÍA IR A LA LUNA. Agua Viva

miércoles, 16 de noviembre de 2011

MI SUEGRO, UN HOMBRE CUALQUIERA

Hoy ha llegado mi suegro a casa, a eso de la una y media, para comer; como hace habitualmente de lunes a jueves. Como sabemos quienes le conocemos, es un pedazo de pan y, como dirían las personas curtidas de la vida, un bendito. Su rostro es un mapa, de esas caras mapamundi cortadas por profundos surcos, con esas cicatrices caprichosas que son presas de los calendarios del tiempo, estelas del reloj de la vida. Y demasiado gastado por ese trabajo iniciado desde que era churumbel y que todavía continua, entre bancales y riegos, semillas y barbechos, siembras y recogidas desde una eternidad, de sol a sol, de luna a luna, de veranos y de inviernos.

Tiene ochenta y seis años y no disfruta, en noche alguna, de tranquilos sueños; como merecería cualquier huésped de una existencia trabajada o cualquier anfitrión de una casa labrada a pulso. Interrumpen sus vigías los insomnios de una esposa que padece Alzheimer desde hace siete años y por eso le acompaña en los despertares, le prepara el desayuno, la pasea por el parque, la traslada en la silla de ruedas hasta la parada del autobús, ese transporte que la llevará hasta el Centro de Día. La despide a diario con una sonrisa, con una bendición, con unos parabienes que desea con todas sus fuerzas, aunque él prescindiera de esos buenos deseos el resto de sus días. La besa cuando llega la hora de la despedida y se le humedecen todavía los ojos, esos ojos ya secos de lagrimales, porque se desaguaron de tanto vivir y porque ella ya no le entiende.

Aún cultiva el huerto. Es la misma tierra que empezó a trabajar de niño, casi a ras de suelo. El bancal, el regadío, el barbecho, los surcos, las semillas, las plantaciones, mirar al cielo, rezar para que no hiele, recoger las plantas y los frutos, mimar la tierra, rascar sus entrañas, medir el viento, predecir las lluvias, besar las hojas, calarse hasta los huesos, herirse de frío, tambalearse por un golpe de calor, maldecir el esfuerzo sin recompensa; querer a sus gentes, amar a su mujer, a esa esposa que se fue hace tiempo, con la mirada perdida, de las dichas compartidas. Horas son de prepararle el regreso, de ofrecerle el zumo, o la leche con la descansada merienda, de encenderle la televisión, darle conversación y hacerle compañía. Horas son para armarse de fuerzas, acorazarse de paciencia, inyectarle la insulina, prepararle la medicación y sonreír abatido cuando desvaría. Hasta que de nuevo los insomnios de su esposa interrumpan y solivianten sus tranquilos sueños, hasta que, ya convertido otra vez en centinela y vigía, la acompañe por enésima vez al aseo, al frigorífico, al salón, a la ventana, al sofá, a la cocina, a la galería, al pasillo y otra vez a la cama, a ese lecho del que, con el paso del tiempo, se fugó la pasión pero donde creció el afecto.

Y a las siete sonará el despertador para comprobar que otro día ha nacido. Con sus nubes, con su sol y con sus horas pendientes que deben pasar revista. Otro día de lucha, otro día de convertir lo cotidiano en un milagro de existencia. Otro día de lanzarle una sonrisa desafiante a la vida, sarcástica y también envuelta en ternura, y exclamarle: “¡Qué final triste de película!”.

Pero todavía tiene fuerzas porque aguanta, soporta porque transige. Si no le enterraron las tierras del bancal, ¿de qué le sirve llorar con lágrimas secas si aún florecen, porque no perdieron la memoria, los frutos en sus árboles?

Música sugerida: KATE´S THEME. Lennie Niehaus

lunes, 14 de noviembre de 2011

HONESTIDAD

Cuando yo era pequeño una persona mayor, que luego fue un referente en mi vida, me contaba cosas, historias, cuentos y, cuando le parecía bien, verdades como puños. Yo a esa temprana edad no entendía muchas cosas, pero aquel hombre bajaba a mi altura cuando me intuía dudoso, me miraba a los ojos cuando me veía despistado, me cogía por los hombros y me decía: “¿Tienes prisa? Yo tampoco. Te lo explico otra vez”.

Y me decía que para que dos personas se entiendan deben mirarse primero a la cara, luego a los ojos, sin timideces, sin parpadeos, sin excusas de evasión para salir corriendo. Luego es importante escuchar lo que te dicen, entenderlo bien, y si no comprendes pregunta, que para eso se inventó la interrogación. Luego de oírlo podrás estar de acuerdo, entonces le dices que sí, que conforme. Pero si no estás del todo convencido repásale tus dudas y dile que hasta aquí aceptas o hasta aquí hemos llegado.

Cuando, después de escucharle quieras responderle, hazlo defendiendo tus ideas y argumentando lo que quieres. Los monosílabos también se inventaron como ayuda, pero no sirven para ninguna explicación. Así que mírale a los ojos y dí lo que piensas. Si al final de una conversación, que no es un monólogo, estás más contento porque algo más has aprendido, estupendo. Si coincides con quien te habla, mejor. Si no te gusta lo que te dijo se lo haces saber y no te calles nunca, ni por vergüenza ni por discreción. La vergüenza es para las malas personas, y la disimulan bien; la discreción, si va a perjudicar a alguien, mejor no usarla.

En cualquier caso es preferible despedirse con un apretón de manos que con un silencio. Cada vez encontrarás más gente que engaña, que miente, que traiciona.

Pero aunque esto ocurra hay una palabra mágica que es más fuerte que los insultos malsonantes, las deslealtades y las falsedades. Se llama HONESTIDAD.

Si la encuentras por ahí atrápala y no la sueltes. Vale más que el oro y que todo el dinero del mundo. Tanto vale que hay quienes la quieren comprar. Si la guardas mucho tiempo ya es tuya, y ya nadie te la puede quitar.

Pasaron años para entender su significado, y algunos más en saber apreciarla. Requiere esfuerzos y en ocasiones sacrificios. Pero quien la tiene conserva un tesoro. Personal, intransferible, pero con una magnífica ventaja: se puede compartir.

Música sugerida: HONESTY. Billy Joel

martes, 8 de noviembre de 2011

PUERTAS ENTORNADAS

Ya sabemos todos que hoy mandan los mercados a los gobiernos. Conocemos asimismo que somos impotentes a las grandes decisiones, aquellas que de alguna forma determinan futuros y encadenan desenlaces, nos gusten o no. Al fin y al cabo eso mismo es lo que pasa en nuestras vidas cuando no controlamos ni la salud, porque un día se tuerce, ni la amistad, porque otro día se rompe, ni el amor, porque surge un desengaño.

Tenemos la tendencia de controlarlo todo, o por lo menos de influenciar en los entresijos que nos rodean para, de alguna forma, moldearlos a nuestros impulsos, a nuestras medidas y espacios, a nuestros esquemas de comportamiento, a lo que nos complace por encima de todo.

Pero nada es como parece o pretendemos. Ni siquiera lo más cercano y próximo podemos dominarlo al antojo que apetezca, ni los planes a medio o largo plazo nos sirven, porque lo que hoy es así, mañana es de otra manera.

Si lo que ayer fue lluvioso hoy es soleado, y nada podemos hacer para cambiar los rumbos y caprichos del tiempo, ¿qué podemos hacer con los gustos, en ocasiones no compartidos, de las personas que queremos en nuestro ámbito más cercano? Y si para los gustos no hay nada escrito, porque cada uno siente lo que le parece, ¿qué decir de las decisiones profundas y determinantes, que parece que nos alejan todavía más?

Nada. No se puede hacer nada. Hay cosas en la vida que nos podrán gustar o no, que aceptaremos en primera instancia o en segunda convocatoria, pero finalmente asumiremos como hechos irrefutables. Son más dolorosas cuando ni se está capacitado para intervenirlas, ni para modificarlas, ni para darles una completa vuelta. Sucede todos los días y ocasiona nerviosismo, malestar, desazón, rebeldía.

Mas no nos atormentemos más de lo necesario, pues la prevención no es buena consejera cuando alguien aprende del error. Dejemos las cosas como están y entornemos la puerta. No deben cerrarse nunca por si acaso. Por si en un imprevisto día se abre y la amarga despedida no fue del todo cierta. Los ultimátum debieran desterrarse, no sirven nada más que para asustar. Pasado el trance de la duda ¿quién reniega de lo que dijo o prometió?

Dejemos las puertas entornadas. Puede que alguien regrese y la cierre por dentro, nos salude, nos abrace y se quede sin protestar, sin venganzas, sin reproches, devolviendo el beso olvidado.

Dejemos la puerta entornada porque las llaves, en mi universo, condicionaron sospechas, desataron las dudas y malgastaron el tiempo. Porque prefiero las puertas para que entren las personas apreciadas, no para que salgan los seres confundidos.

Música sugerida: VERITA. Josh Groban

miércoles, 2 de noviembre de 2011

UN METRO CUADRADO

Uno de mis escritores favoritos es Julio Cortázar. Parece que su enorme humanidad física, aparte de su sensibilidad humana, le concedió una mollera privilegiada para inventar historias, transmitir inquietudes y despertar conciencias. Aquel argentino grandullón escribía cosas que adjudicaríamos a un sabio, pero tenía además mirada de niño, como esas personas muy inteligentes que razonan hasta lo inimaginable y aún les queda ternura en los ojos.

En uno de sus relatos describe cómo un señor, ya mayor, para colmar su necesidad diaria y habitual, la de la lectura tranquila, soleada y bucólica y sin que nadie le moleste, acaba por comprar un metro cuadrado de un terreno en el campo. Sólo eso, pues tan sólo eso es lo que necesitaba. Nada más. Así que para ese trocito de tierra se llevaba todos los días sus bártulos, su silla, su lectura y su transitorio equipaje para estar a gusto consigo mismo y disfrutar de uno de los mayores placeres de la vida, por lo menos de la suya.

Así lo hizo hasta que las habladurías comenzaron a cercar su metrito cuadrado. A las primeras curiosidades del vecindario sucedieron comentarios sobre su posible locura, dándole vueltas a qué rarezas tenía aquel hombre que se encaprichó de un trocito de campo, en un lugar perdido entre rincones y enmedio de nadie. Más pronto las especulaciones dieron paso a las sospechas y hubo quienes creyeron que si el señor compró aquello alguna razón de peso motivó su adquisición.

De modo que empezaron a pulular compradores para ese metro cuadrado, más cuando la sospecha empezó a descartar la locura del propietario y las iniciales dudas dieron paso a otras especulaciones, declinándose finalmente por una causa más material y menos contemplativa; una causa motivada, exclusivamente, por la inversión. Y las sanguijuelas que hay en todas partes, entonces, comenzaron a indagar, preguntar, investigar y, cuando no cabía otra razón por la que aquel hombre escrituró su metro cuadrado, le pusieron precio.

Si un hombre, antes susceptible de demencia y ahora suspicazmente cuerdo, compró tan mísero territorio será por algo. “¿Esconderá el jodido un tesoro?” Se preguntaban los negociantes. Esta historia es un insignificante botón de muestra de que nada ha cambiado y todo sigue igual. Si sospechar de algo, aunque sea de un metro cuadrado, obtiene beneficios no hay tiempo que perder. Así que la tranquilidad de un tranquilo hombre se vio afectada por la impaciencia de las pirañas, depredadoras de sospechas y ambiciosas del dinero, aunque la plata esté manchada de negro y queden sucias las manos, las corbatas, los trajes y hasta las escrituras.

LAS BUENAS INVERSIONES. Julio Cortázar

Música: TALKING TO THE MOON. Bruno Mars