sábado, 3 de diciembre de 2011

LAS COSAS PUEDEN CAMBIAR

Hace ya una eternidad de aquellos años que se esconden casi voluntariamente en el olvido. Aquellos años de reclutamiento obligatorio para servir a una patria en tierra de nadie, para prestar un año perdido de la vida para regocijo de mandamases, de caprichosos oficiales que, bajo el sagrado pretexto de los intereses nacionales, vivían confortablemente por los servicios, obligados y gratuitos, de los mozos llamados a filas.

Encuentros entonces de gentes de distintas geografías y diferentes pensamientos, atolondrados por la ignorancia de sobrevivir, en esos fríos cuarteles, a los apegos de las novias, de las familias, de los estudios y los trabajos. Asustados las primeras semanas de tanta guardia sin enemigos, de tanta instrucción inútil, de tanto trasiego entre personas dominantes y amantes de la jerarquía, de la orden y la obediencia.

No bastando la sumisión a mandatos absurdos, no siendo suficiente cuadrarse ante extraños con galones, no estando incapacitado para subordinarse a indicaciones irracionales, se establecían también escalafones entre los novatos, soldados anónimos de plomo, para perpetuar la imbecilidad de las ordenanzas y el cumplimiento de las mismas.

Tal es así que era tradicional que los más veteranos recibieran a los nuevos incorporados, a fin de cuentas quienes les iban a reemplazar, con unas novatadas de presentación. Unas eran intimidatorias, otras groseras, otras humillantes, pero todas ellas inconscientes y estúpidas.

Tuve suerte porque las tonterías fueron más indulgentes conmigo pero, aun así, mi indignación por el trato, a veces vejatorio, a los demás me curtió en la rebeldía. Tanto fue así que, transcurrido un año y a punto de licenciarme de los cuarteles y de la patria, recibimos los veteranos a los nuevos reclutas, asustados y con caras de circunstancias, como siempre fue según la costumbre.

Mirarlos a ellos era retroceder en el tiempo y reflejarme otra vez en los tristes espejos del pasado. Pero conseguimos, unos cuantos indóciles como yo, romper la cadena y las tontas tradiciones. Si nos acordábamos todavía del recibimiento que nos dispensaron aquellos “abuelos”, y nada nos gustó, ¿con qué licencia moral y ética íbamos a repetir las mismas sandeces, las mismas bobadas que provocaban iras y enojos?

Fue así como, hablando con convicción con los unos y los otros, declaramos la paz a los nuevos intrusos e instauramos la concordia. Nada de novatadas, ni de bromas de mal gusto, ni abuso de falsa autoridad. Al fin y al cabo, éramos iguales los nuevos y los viejos, sin desprendernos nunca de esa cara de tontos y asustadizos que decían las autoridades que nos hacían más hombres.

Ya no se hicieron gamberradas desde entonces. Y yo, si en algún momento de mi vida me hice hombre fue porque me curtió el tiempo y los bandazos traicioneros, lejos de los cuarteles y en las trincheras de la existencia. Desde entonces supe que las cosas a veces, si se desean, pueden cambiar. Y si no hay que soñarlas.

Música sugerida: THIS VOICE. Ane Brun

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