Tengo un amigo que es un ángel. Es más bueno que el pan pero, a diferencia de los otros ángeles terrenales abiertos, extrovertidos y alegres que te contagian de vida y del agradable sentido del humor, éste ángel es un ser solitario y, a veces, casi insociable.
Sus motivos tiene y por ello en ocasiones me coge del brazo, me retiene y me secuestra para charlar conmigo. De vez en cuando me invita a una copa y me cuenta sus cosas, sus temores, sus intranquilidades, sus inquietudes abandonadas.
Habla conmigo porque sabe que le escucho con respeto, con paciencia, con solemnidad. Mientras suelta por su boca los males del mundo y los desengaños, los amorosos y los de la vida, yo le observo como a un niño mayor, envejecido por mil luchas vividas y vanas. Le miro a los ojos, repaso su barba, reparo en su lagrimal alguna resbaladiza y húmeda lágrima y dejo y dejo que me cuente.
Al final intervengo. Le expreso mi punto de vista tan solemnemente como cuando le escucho, le animo a que no se derrumbe de nuevo, le digo que le quiero, le doy un abrazo después del apretón de manos y nos decimos un adiós hasta la próxima.
Está más perdido que yo pero, cuando me ve por algún sitio, jalea y gesticula como si se le hubiese aparecido otro ángel. Y yo sé que no, aunque él se lo crea. Y esboza entonces esa sincera sonrisa siempre oculta y tanto tiempo escondida.
Música sugerida: MIÑA NAI LUA. Rosa Cedrón
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