viernes, 19 de noviembre de 2010

LA CARTA TRISTE

Hace cerca de treinta años y paseando como acostumbro por montes y zonas rurales encontré una de tantas casas agrícolas, abandonada y en ruinas. Una mirada por dentro y un repaso por fuera para calmar la curiosidad. Intento imaginar de quién fue, fantaseo con su historia y procuro sacar conclusiones de su lamentable final.

Entre las piedras deterioradas de los muros hallé una carta amarilleada por el moho y acartonada por el tiempo, tanto es así que lo que fue papel se me fue troceando entre las manos. Aún así logré leer algunos párrafos sueltos y pude hacerme mi propia composición. Y más o menos el manuscrito decía así:

"Reina de mis sueños, novia mía: por aquí se comenta que está acabando la guerra, lo dice la radio, la prensa y todo el mundo. ¡Qué ganas tengo! Hasta que no concluya del todo no me fío de nadie, porque el correo por aquí cada vez está peor".

"Por eso te escribo esta última carta, que puede ser la más triste o la más llena de esperanza. De ser cierto todo, quizás te vuelva a abrazar de aquí a un mes, o dos. No lo sé. Pero cuando salga del frente, cuando todo acabe, encontraré ropa por el camino, me asearé como Dios manda, me quitaré esos repugnantes bicharracos de la cabeza y confío que mis custridos labios sanen para ser dignos de tus besos".

"Quiero que mis labios apetezcan al deseo y que tu mirada se prenda otra vez de mis ojos pardos. Si recibes esta carta en orden y sin complicaciones nadie más podrá encontrala".
"Hasta el pronto regreso, mi vida".

Temo que este personaje, como muchos soldados tristes, no regresó jamás. Puede que la carta sí llegara a su destino y el destino la enterrara entre las piedras después de pasar por varias manos. Después de recomponer el puzzle y releerla solté alguna lágrima, de ternura y de rabia.

No me gustan las cartas tristes. Tristes son cuando no van a ninguna parte y llenas de desconsuelo si las leen otros labios.

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