viernes, 16 de octubre de 2009

ESE ADIÓS QUE NUNCA SE DIJO

Ayer volví a ver, después de mucho tiempo, a esa mujer con nombre de flor y de nuevo, como viene siendo costumbre, se negó a devolverme el saludo. Hace unos veinte años mantuvimos una relación de amistad cordial y sincera. Sin embargo, un día cualquiera unos malintencionados comentarios de terceras personas y una inadecuada interpretación de ella cambiaron, en unos minutos, dos años de compañerismo. Ni siquiera tuve la posibilidad ni de la réplica ni, en su caso, de una defensa injustificada, al no crear yo malentendido alguno.
El caso es que aquella amistad desapareció como del día a la noche y los escasos encuentros casuales sólo sirven para un saludo infructuoso de mi parte al que sigue una desconsolada evasión por la suya. Sirva este artículo para identificarme con numerosas personas que hayan padecido, por unas causas u otras, esta misma experincia; y que seguramente esto sucede con demasiada frecuencia, pero por más que sea un hecho generalizado no le encontramos explicación. Más aún, al desconcierto se le añade sufrimiento, un sufrimiento inútil.
Estuve meses, incluso años, preguntándome qué claves tiene una concreta situación para que de golpe, en un giro brusco y radical, ya nada sea lo mismo. Y llegué a la conclusión de que el tiempo no cura las heridas. De la heridas sólo cicatrizan las del cuerpo porque las otras, las del alma, quedan siempre abiertas. Ocurre tan sólo que aprendemos a convivir con ellas y lo que fue un trauma psicológico en sus primeras fases se convierte, con el tiempo, en una momentánea molestia cuando recordamos.
Es el tiempo quien obra el milagro, pero no olvidando lo que no se puede olvidar. Porque el tiempo, ese concepto que guardamos unos en un reloj y otros lo dejan correr, ese invento que se nos escapa en cada parpadeo, es la mejor terapia para domesticar los sufrimientos; el más eficaz recurso para no morirnos del todo.
Ayer la volví a ver y la volví a saludar, pero ya no la saludo con tristeza, ni siquiera con ninguna esperanza. La saludo porque es mi obligación recorarla como fue, por más que ella lo ignore. La saludo por la cortesía que nunca perderé, por más que ella la rechace. La saludo sabiendo que hay amistades que no tienen retorno, pero que existieron. La saludo porque es una forma de mantenerme vivo. Y la saludo por si acaso, qué fragilidad humana, un día dejo de saludar y alguien me da los buenos días.

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