No eran usuales las discotecas, por lo menos en pueblos como el mío. Las disponibles no estaban como muy al alcance, en cuanto al bolsillo, de adolescentes barbilampiños y de las chicas que estrenaban minifalda.
Así que para reunirse y pasárselo bien el mejor método era el boca a boca. Funcionaba por imperiosa necesidad. Alguien ofrecía su casa cuando era segura la ausencia de los padres, o simplemente entre unos cuantos se alquilaba un pequeño y barato local.
Se compraban bebidas y refrescos muy lejos del botellón garrafero de los tiempos de hoy. Se acondicionaban luces con encanto, preferentemente tenues. Se decoraba el espacio para inventar la magia. Se instalaba el tocadiscos y sus pequeños amplificadores. Luego se llevaban los discos, siempre de vinilo, que representaban el mejor tesoro para el acercamiento. Música de ambiente en los preámbulos para dar paso a la conversación, al contacto de las miradas, al desafío de la conquista.
Pasado un tiempo prudencial llegaba el tiempo de la única verdad. Acercarse a la chica o al chico preferido, aquel o aquella que nos estrujaba las entrañas en la soledad. Y pasados los instantes necesarios entraban en escena las dudas, las torpezas, los atrevimientos o las firmes decisiones.
De manera que alguien recibiría las primeras calabazas, otr@s realizarían su primera declaración de amor y los más afortunad@s estamparían , para el recuerdo infinito, el primer beso.
Y las músicas que en aquellos espacios relajantes y oscuros sonaban eran, deseablemente, lentas, muy lentas, y largas, muy largas, para abrazar a la persona que queríamos seducir de la manera más próxima y prolongada. Para bailar con candidez y candorosamente esos compases tiernos y eternos que nos subían al cielo. Músicas, por ejemplo, como la que ahora recupero y suena.
Música sugerida: A WHITER SHADE OF PALE. Procol Harum
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