jueves, 5 de noviembre de 2009

EL ZAPATO RELLENO

Cuando tenía ocho años hice, como todos los niños y niñas de esa edad, la primera comunión. Con las prisas, y más los nervios del irrepetible evento, mi madre estrajo los papeles que dan forma a los zapatos antes de estrenar, sacó los de mayor bulto pero del par derecho olvidó un manojillo de papel casi insignificante.
Comento el casi porque para mí resultó llevar un trozo considerable, situación que llevé con resignación, quejas no atendidas y unas horas de gran incomodad. Repetía insistentemente que me hacía daño pero me respondía mi madre, inquieta, que era normal porque eran nuevos, que con el uso cederán y que, además, era mi número.
Recuerdo que pasé una misa para no olvidar, que comulgué sin mucha gana, que ya empezaba a cojear, y los familiares me acusaban de que ya estaba haciendo el tonto. Ya en el salón del convite, por cierto taza de chocolate y bollos para los acompañantes, el fotógrafo contratado hizo un carrusel de fotos de las que se hacían antes, máquina con trípode y con un flash cuando apretaba el botón. Y no faltaba la frase "mirar al pajarito", o "sonríe".
Una buena serie para mí solo, otra con los acompañantes, familia cercana, padres, abuelos, primos y demás invitados. Y yo con mi traje de marinero, mi misal, mi rosario y mis zapatos nuevos. "Ponte alegre que hoy es el día más feliz de tu vida", que es lo que se solía decir en esas primeras comuniones. Yo, aplicado, sonreía aunque el dolor y la cojera ya era evidente. Tras las horas pasadas y al regresar a casa, mi madre me abrazó al descalzarme. "Pero si el dedo pequeño se te ha doblado". Sí doblado y encogido, ya de por vida.
Este hecho y este texto me sugiere que en la vida, muchas veces actuamos contranátura. Y nos obligan a manifestar un estado de ánimo que no se corresponde con la situación actual. Será preocupante si en vez de ponernos esa máscara falsa sólo muy puntualmente, nos la ponemos como cotidiana costumbre. Ya sea en el trabajo, en nuestro entorno o en nuestras relaciones sociales. Porque hay quienes no se quitaron la careta nunca y morirán con ella.
Así que invito, desde aquí, a que seamos lo más sinceros posibles, aunque descuadremos una foto. En todo caso siempre me queda, a mí, ese recurso del diván del desencanto.

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