Hace ya muchos años, tendría quien escribe quince o dieciséis, me desplacé con un amigo a una zona costera para pasar el día y pegarnos el agradable capuzón. Era agosto y cogimos temprano el tren para la capital, y desde la terminal una buena caminata hasta la playa más próxima. De regreso preferimos coger el autobús hasta la estación. Y allí, en ese transporte público, experimenté mi primera gran vergüenza.
Es una situación normal que en pleno mes estival y en lugares turísticos y de playa hayan aglomeraciones para todo. Para coger sitio cerca de la orilla y dejar la toalla, para tomarte una cocacola en un chiringito o para coger un autobús de línea. De manera que para tomar el bus hubo ya una cola interminable de gentes de distintas edades y sofocadas por el calor. Mi acompañante accede al autobús antes que yo y detrás de él una señora que me pareció muy mayor, y enlutada.
En la capital ya se habían instalado en los autobuses esas barras giratorias que facilitan la entrada, en fila india, al personal que utiliza ese servicio. Hoy está implantado este sistema de las tornas en cualquier lugar: estadios, metros, pabellones, terminales y en un sinfin de sitios.
En mi pueblo no. Jamás había visto un artilugio igual. Y al encontrármelo en ese sudoroso autobús de línea y con tanta gente, impaciente y empujona, deseando acomodarse en sus asientos me puse radicalmente nervioso. Más que preguntarme para qué domonios servía eso me desazonaba por dónde pasó esa mujer anciana que tenía delante. Porque los empujones de los desesperados me distrajo de tal modo que, cuando me quise dar cuenta, tenía el torno giratorio frente a mí.
Esa mujer enlutada ya había pasado a la otra parte. ¿Cómo? Durante unos segundos fue mi gran dilema y un misterio sin resolver. Esa mujer muy entrada en años, encorvada, con una pronunciada joroba y que vacilaba al subir al autocar y en su andar, ¿Por dónde pasó? Por abajo de las barras se me antojaba imposible porque requería de gran habilidad. Por encima de ellas necesitaba de una cierta condición atlética de la que seguro carecía. ¿Por dónde pasó? ¿La alzó algún pasajero por encima del invento? ¿Le ayudó mi acompañante? Y eso no era posible porque lo divisé en un rincón un tanto distraído.
Y mientras me hacía, sorprendido y atónito, todas esas preguntas la cola, acalororada, clamaba ligereza en la entrada, y de la educación se pasó al griterío y la exigencia. ¿Podemos subir ya o nos morimos aquí?
En tales circunstancias y puesto que impulsé esas barras giratorias tanto hacia arriba como hacia abajo sin encontrar la entrada, no tuve más remedio que improvisar y en un acto de agilidad intenté voltear esa extraña maquinaria. Lamentablemente quedé enganchado y en suspensión por esas partes nobles que dicen, no pudiendo ni retroceder ni avanzar.
El escenario que no busqué pero que encontré se me hizo interminable y agónico. La gente que ya había accedido, incluído mi amigo, me miraban sorprendidos. Los que todavía querían entrar estaban endemoniados. Me dijeron de todo lo inmombrable. Chulo, hijo de mala madre, carota, paga como todo el mundo, provinciano, desgraciao.
El conductor y a través del retrovisor, me maldecía. Y eso lo supe al ver, desde lejos, como gesticulaban sus labios. El caso es que cuando por fin logré cruzar esa extraña frontera no sabía dónde esconderme. Todas las miradas me crucificaron. Si disimulaba era estúpido y si me mostraba con naturalidad era imbécil. Mi amigo ni me habló ni me reconoció y yo estaba deseando que la gente se fuera apeando para poder respirar.
Ese día, que recuerdo muy bien, fue el primero en que exclamé "tierra, trágame". Y luego vinieron otros, de los cuales me reservaré siempre el derecho de su publicitación.
Pero, ¿a que no he sido el único? Porque seguro que a todos y a todas nos ha pasado, siquiera alguna vez, algo de lo que hemos sentido vergúenza. Y otras situaciones que nos callamos. Hasta la próxima.
Música sugerida: BECAUSE. The Beatles
No hay comentarios:
Publicar un comentario