Han pasado la friolera de cuarenta años. Éramos entonces una pequeña y típica pandilla de la infancia. De esas que se forman tan espontáneamente cuando se desconce la vergüenza, la malicia y, la vida. Imberbes todavía, con pantalones cortos y con flequillos de chiquillos de la época, comenzamos a descubrir y andar por esas sendas de la amistad. Empezamos a conocer lo que los amigos suelen compartir, las reglas del juego por las que se rigen todas las pandillas, los secretos todavía protegidos por la inocencia, el obligado respeto y la sagrada lealtad.
Después del colegio cualquier rincón de la calle nos esperaba. servía una explanada, un solar, incluso una esquina. Tan sólo significaba un espacio donde poder hablar, contarnos cosas y también, por qué no, gastarnos bromas. Cualquier sitio era un buen punto de partida para recorrer el pueblo. Las calles eran nuestras, poseídas por los adolescentes que, como nosotros, todavía ignorábamos los peligros del tráfico de los coches. El otro tráfico, el del narcotráfico aún tardó en llegar, afortunadamente. Escasos vehículos pero cuánto miedo con los claxon, por lo que suponían de tan poco familiares.
La calle seguía siendo nuestra y era nuestro parque natural, nuestro lugar de recreo. Podíamos desplazarnos de un sitio a otro en dos zancadas casi sin necesidad de mirar, ni a derecha ni a izquierda, y nuestro límite sólo lo marcaba el caer la noche. Así todos los días y no existía ni el abatimiento ni el aburrimiento. Los sábados se localizaba un descampado o un antiguo vertedero y a dar patadas al balón.
Los domingos era otra cosa. Seguíamos con las piernas descubiertas y con esos pantalones cortos, pero ya la ropa era más propicia para ese festivo esperado y porque era un domingo de verdad. Algunos la corbata, otros la pajarita y los menos presumidos, o con menor condición, con una decente combinación de camisa y chaqueta. Y entre nosotros no había clases sociales, pues cada uno iba como podía. Y nosotros, en aquella época, no nos mirábamos las ropas, nos mirábamos los ojos, que decían que escondían el alma.
Mi madre, a mi hermano y a mí, nos peinaba esos domingos como nunca, y a falta de las inexistentes colonias nos sazonaba con limón. Pero luego no éramos los únicos, en esos encuentros festivos, con el mismo tratamiento peluquero y cabelludo. Pero cualquier mejora de aspecto y maquillaje no ocultaba jamás nuestra compartida vergüenza al salpicarnos los colores cuando nos miraban esas chicas que nos gustaban. Porque esas insinuantes miradas, las de ellas, nos delataban. A partir de ese simple gesto mirábamos hacia otra parte al no poder compartir el reto firme de mirada contra mirada. Nos ganaban la batalla y acabámos exhibiendo esa timidez casi blasfema, descubríamos el rojo en nuestros rostros y nos mordíamos las uñas, ya vencidos, no sé si por la ansiedad descubierta o por la impotencia de lo imposible.
De un verano a otro crecíamos un palmo más del suelo. Ya empezaba a despuntar la barba y teníamos mostachos en el bigote. En algunos la voz ya no era la misma angelical de hace dos días, pues era de trueno, ronca y bastante desconocida. Pero el fulano era el mismo. Los mismos ojos, la misma cara, el mismo alma.
Las calles, entonces, eran nuestras. Hoy ya no es nada lo mismo; y hoy la amistad aún no se ha perdido. Pero unos se han quedado definitivamente calvos, otros empezamos a cultivar las canas, y juntos pero separados, ya nos adentramos en el club de la vida: esa cosa que parece una espiral con rectas interminables, curvas temerarias, tirabuzones de vértigo, adoquines puntiagudos y jardines con espinas; y de vez en cuando oasis relajantes y remansos de paz que llamamos felicidad.
De algunos ya no sé de ellos desde hace tiempo y de otros no queda casi relación. Son pocos, muy pocos, los que aún reinventamos el abrazo viejo y esa mirada fija, aún no perdida, donde todavía redescubrimos esas olvidadas voces angelicales y nos seguimos dibujando las siluetas de esos pelos peluqueros y cabelludos.
Pero cuando el tiempo y el azar nos provoque el reencuentro estoy seguro que el buen recuerdo y la vieja lealtad aflorarán por los poros. Aunque no seamos los mismos. Pero el estrechón de manos y el abrazo tierno nos rebrotarán al principio de nuestro principio.
* Texto de Los Secretos de la Noche
*Autor: Juan José Torres
*Música sugerida: BALADA PARA 5 INSTRUMENTOS. G. Moustaki