Dicen que las cosas no son como parecen; más todavía, todo depende del color con que se miran. Porque la pasión nos confunde, la subjetividad nos atrapa y la ceguedad nos vela los ojos.
Si el equipo que más odiamos, dicho sea sin despecho, gana un partido es porque el rival es malo de remate; si pierde, el contrario es mejor y lo mereció.
Si el equipo que goza de nuestras simpatías, y lo consideramos como el nuestro, gana al que era malo de remate pero venció a nuestro eterno rival, es que jugamos colosal; pero si se pierde fue por mala suerte.
En el deporte, en la política, en el trabajo, en cualquier colectivo donde se crean simpatías y antipatías, encuentros y desencuentros, amistades y descalabros, ocurre siempre lo mismo. Elogiamos cosas o personas que nos caen bien y despreciamos a las que, a saber por qué, desdeñamos.
Habría que reflexionar afinadamente si nuestras pasiones, predilecciones o inclinaciones son propuestas firmes. Porque en demasiadas ocasiones las preferencias son cautivas. Hoy sí, mañana no.
Yo procuro ser esclavo de pocas cosas y de las que soy, no quiero tener la razón. Seguro que ni mis gustos son los mejores ni mis contrarios los peores.
Y lo que hoy es blanco mañana puede no serlo, o convertirse en gris, o hacerse negro. Los actores y actrices representarán melodramas, escenas cómicas al igual que trágicas. Y nosotros, que somos los actores de nuestra propia vida sin ser nunca profesionales porque sólo nos enseña el tiempo, seremos trágicos o cómicos no en función de lo que pase en el escenario, sino como veamos e interpretemos la escena.
Los espejos se inventaron para eso. Para vernos egocéntricamente, pero sobre todo para observar lo que hay detrás de nosotros, o enfrente, o al lado. Y esas presencias son casi más protagonistas. En cualquier caso, de qué nos sirve un reflejo donde nos contemplemos y nos sintamos solos, como los bellos retratos pero fingidos y tristes.
Música sugerida: GONE. Jim Chappel