martes, 20 de marzo de 2012

EL YO-YO DESAMORADO

El yo-yo es un simple juguete con un sencillo mecanismo. Un disco, que puede estar hecho de distintos materiales, contiene un cordón enrollado que podemos hacerlo bajar y subir de su ranura conforme lo agitamos con la mano. Aunque se puso de moda por la vieja Europa no hace muchos años en realidad su invención se originó en China hacia el año 1000 a. C. Sin embargo no pretendo realizar una reflexión sobre esta entretenida diversión, sino entrelazarla con los vaivenes de los sentimientos.

En el argot ciclista se emplea un lenguaje que hace referencia al yo-yo, y es el término goma. Quienes hacen la goma en el pelotón son los que se descuelgan de él y, en un alarde de esfuerzo y heroicidad, vuelven a engancharse al grupo. Esta insistente acción de enlazarse y separarse, una y otra vez, dura mientras soportan las fuerzas, pero el titánico empeño acaba por pasar factura, y el corredor pierde rueda definitivamente.

En los asuntos del amor suele pasar algo parecido. La convivencia entre enamorados propone un paseo de pedal sin ánimo de victoria, sin competencias desleales, sin frenadas a destiempo ni aceleraciones sin sentido que intranquilicen el viaje. La caminata no tiene ni siquiera un destino común, pues no siempre llegan los dos a ese edén maravilloso cual se sueña en los estados de la ilusión. El paraíso no se encuentra en ningún final, sino en el viaje mismo.

Pero a veces las prisas de unos por avanzar más metros o las perezas de otros por ralentizar la excursión conllevan a un desencuentro donde los ritmos son distintos y descoordinados. Llevan el pedaleo cambiado, como los pasos cuando se confunden las coreografías desaprendidas. Las dos vidas montadas en bicicletas tropiezan en los evitables socavones, alguien empieza a hacer la goma y la media naranja aprovecha para el despegue, antes de esperar.

El yo-yo, ese viaje de subir y bajar, se va convirtiendo en cotidiano hasta que un cruce de caminos aclare la trayectoria y defina posiciones. Quizás se reemprenda más despacio el mismo camino o puede que cada cual elija nuevos destinos. Cualquier opción será válida si se alivia el pedaleo y nadie asume el papel de carga. Los yo-yo sirven para los aprendizajes, no para hacer de ellos una vocación. Ir detrás para conectar y quedar de nuevo fuera de órbita, sin la compañía de apoyo, no resulta un agradable recorrido.

Por eso, porque los juguetes se rompen si los despreciamos y las gomas retienen libertades si no nos dejan andar, mejor apearse en el próximo cruce de caminos, elegir una nueva ruta y pedalear con cadencias más complacientes. Es preferible sentirse cerca, hasta que irrumpa el silencio de la distancia o el yo-yo acabe por romperse.

Música sugerida: CLOSER. The Corrs



lunes, 12 de marzo de 2012

ÁRBOL GENEALÓGICO

El señor X fue un joven apuesto que aspiraba la vida de un sorbo y la devolvía a bocanadas. Bohemio, mochilero, artista, tocó todas las teclas de su presente para vivir sus antojos. En su época universitaria ayudaba su maltrecha economía con trabajos esporádicos y donaciones, puntualmente semanales, de sus semillas seminales para bancos de semen. Luego, con los años, asentó la cabeza, como suele decirse de quienes espabilan con el tiempo, se rinden a los sobresaltos y se acogen a prolongadas temporadas de calma.

El señor X se casó años más tarde con la señora Y, olvidadas las crisis, con ocupaciones acomodadas y estables, como suele decirse de quienes se aburguesan cuando florecen las canas. X e Y no tuvieron hijos, desobedeciendo a la tradicional costumbre. Luego se supo que era ella quien no podía por infortunios de su matriz infantil. Sopesaron, con sus días y sus noches, adoptar un niño, aunque ella quería una niña. Mas los planes no cuajaron porque, por unas historias por aquí, otras por allá, discusiones por cualquier cosa y crispaciones a las primeras de cambio se fueron distanciando, como a quienes después de quererse mucho se les atenazan las emociones de frío y los músculos rehúyen esquivos los abrazos.

El caso es que X e Y acabaron por separarse, no sin sufrir durante meses las consecuencias, en ocasiones traumáticas, como quienes las padecen cuando quedan solos y sin referencias. El señor X retomó la vida como si empezara de nuevo, como asimismo hizo la señora Y. Fue a partir de este momento cuando X se ilusionó de nuevo, cuando descubrió a aquella joven cuyo atractivo y sensualidad le resultó irresistible. X intentó seducirla, empleando esas dotes que aún conservaba de Don Juan, como quienes desprenden esas energías soterradas durante tiempos inmemoriales y consiguen sus minutos de gloria.

Finalmente X conquistó a la joven, a la que desde ahora bautizo como XY. Fueron felices, como cuando los cuentos adornan la ventura con la ingestión de perdices. Pero, como en los argumentos tristes de las películas, o por la fatalidad que asoma más tarde o temprano, ella se puso muy enferma. De modo que XY se hizo pruebas y más comprobaciones hasta que le diagnosticaron una rara afección, una extraña patología que necesitaba de la generosa concesión de un donante. XY no tenía hermanos, ni primos, ni tíos que encontrara de ningún sitio y su madre falleció siendo ella una niña, antes de confesarle que hubo una feliz conexión entre su vientre y la ciencia.

El amoroso acompañante se hizo las certificaciones médicas pertinentes, hasta las más inimaginables consultas para ayudar a su reciente esposa. Por fin le alegraron el corazón al confirmarle que era compatible; pero a veces no hay júbilos duraderos, porque le acompañaba una impactante noticia. Su ADN así lo atestiguaba. Su mujer, su querida XY, era su hija. Esposa y vástaga.

Todo el mundo tiene su árbol genealógico, aunque nos perdemos a partir de las terceras generaciones. La sabia ciencia injerta sobre las ramas enjugadas con las mejores intenciones, pero la misteriosa ciencia también tiene leyes de confidencialidad, donde bajo ningún concepto se permite traspasar información reservada. Así, el órgano de un trasplante deberá permanecer en el eterno anonimato de quienes lo entregaron y lo recibieron. Igualmente en el recóndito misterio queda el semental y la mujer agraciada. Hay plantas genéticas que, de un plumazo, desaparecen de los mapas.

Por eso, en ocasiones como ésta, los injertos de la ciencia son envenenados y las ramas de los árboles genealógicos, entumecidas por las tristezas de sus portadores y por las buenas esperanzas de sus receptoras, se convierten en aviones de papel.

Música sugerida: AVIÖES DE PAPEL. Rodrigo Leao

jueves, 1 de marzo de 2012

COMPARTIR

Hay infinitivos verbales que son malditos: matar, robar, torturar, odiar, despreciar…Sin embargo, siendo los que crean más indignación al pronunciarlos son los más codiciados en las agencias periodísticas y en las redacciones de prensa, resultando imprescindibles sus evocaciones para mayores tiradas de ejemplares o subidas de audiencias. Mi verbo preferido es compartir, porque la soledad es triste por la desolada compañía, la alegría está desangelada si no hay nadie que participa y el desconsuelo se magnifica si no existe un aliento cercano.

De hecho ocurre a veces que el júbilo de una fortuna o un próspero negocio resulta efímero cuando los demonios dividen las haciendas en vez de conservarlas, deriva en disgustos y no en felicidades, destroza afectos cuando asoma el aborrecimiento. Cuando vienen épocas de penurias es más fácil desentenderse con excusas infantiles: “estaba cantado, cosas del destino, te lo has buscado, la vida es así”. Cualquier pretexto es válido para culpabilizar a lo ajeno, a terceras personas, al mundo en general, de las desgracias propias o cercanas.

Pero, con tiempos bondadosos o etapas dificultosas, el infinitivo que más me agrada es Compartir. No tiene evasivas, ni disculpas, ni razones, ni juicios, ni prejuicios, ni normas, ni derechos, ni tampoco obligaciones. Cuando se comparte se da todo sin importar qué hay detrás o qué nos espera delante. La acción de compartir no entiende de fríos, de calores, de fortunas, de pobrezas, de promesas falsas, ni de lealtades comprometidas. Compartir es extender los brazos para traspasar las miserias y las venturas, despegarse del ego para entregarlo a otro, recoger otras pesadumbres para hacerlas nuestras, asumir los quebrantos ajenos como si fueran nuestra sombra, fundir lágrimas distintas y amalgamar en un abrazo el regocijo.

Los otros verbos tienen fáciles tentaciones y malos asesoramientos. Y aunque triunfen en las ediciones de las portadas y en los caudales financieros están condenados por una mácula, la silueta que tienen los ganadores perfectos en los paraísos del egoísmo. Tristes edenes decorados por animadversiones, envidias, recelos, desconfianzas, indolencias y desamores.

Aun en los peores escenarios, compartir lo más tierno y lo más aciago se convierte en una obra de arte, en un milagro existencial, en un propósito infeliz de transformar el instinto más inocente en el sentimiento más extraordinario. A veces ocurre. Más que palabras, existen abrazos que nos besan.


Fotografía de Laura Torres Gandía

Música sugerida: HÁ PALAVRAS QUE NOS BEIJAM. Cristina Branco