Cuando acabo mi turno laboral, como hoy, tras un sábado largo y completo, redescubro los domingos. Desconecto, cambio el chip, llego a casa, me ducho y empiezo otra vez a vivir. Para mí no todos los domingos son domingos cualquiera, ni los sábados, ni siquiera los festivos. A fuerza de estrujarlos muchas veces en jornadas laborales sus libranzas me liberan.
Por eso agradezco tanto ese primer abrazo de recepción, esa lectura de la prensa de hoy, ese aroma a café recién hecho, ese delicioso olor a jazmín, o a hierbabuena, o a alhelí cuando salgo a la terraza. Será por mil escarmientos pero aprendí hace un tiempo a saborear mejor las pequeñas cosas, las más simples y sencillas, esas que las tenemos delante, que pasan cerca de nosotros, casi rozándonos, y se nos muestran casi invisibles.
Es entonces, antes de que se diluya el aroma, desaparezca el gesto o se desvíe la mirada, cuando atrapo el momento, lo fotografío mentalmente y lo guardo, lo guardo y lo retengo como pequeños tesoros, por si hay temporadas de escasez. Los colores reverdecen la imaginación, la luz reactiva un cuerpo agotado y descubro, como si fuera la primera vez, las esencias de las simplezas.
No pido ahora más que coger una mano, mirarnos, mirar, sonreir y hacerme un poco más viejo. Y pensar, cómo no, en esos seres tan queridos y lejanos que siguen estando sin estar; y ponerme una música, ésta que suena ahora por ejemplo; y abrir el correo, leer, repasar mis cosas, volver a salir al balcón para resoplar la hierbabuena, y el alhelí, y el jazmín.
Qué bueno es un domingo cualquiera cuando se le puede abrazar. Éste por ejemplo. Por eso lo homenajeo mientras lo disfruto, porque es un lujo, un día sin precio y todo un placer. Un placer de domingo.
Música sugerida: LUNA DE FIESTA. José Luís Encinas