Hay infinitivos verbales que son malditos: matar, robar, torturar, odiar, despreciar…Sin embargo, siendo los que crean más indignación al pronunciarlos son los más codiciados en las agencias periodísticas y en las redacciones de prensa, resultando imprescindibles sus evocaciones para mayores tiradas de ejemplares o subidas de audiencias. Mi verbo preferido es compartir, porque la soledad es triste por la desolada compañía, la alegría está desangelada si no hay nadie que participa y el desconsuelo se magnifica si no existe un aliento cercano.
De hecho ocurre a veces que el júbilo de una fortuna o un próspero negocio resulta efímero cuando los demonios dividen las haciendas en vez de conservarlas, deriva en disgustos y no en felicidades, destroza afectos cuando asoma el aborrecimiento. Cuando vienen épocas de penurias es más fácil desentenderse con excusas infantiles: “estaba cantado, cosas del destino, te lo has buscado, la vida es así”. Cualquier pretexto es válido para culpabilizar a lo ajeno, a terceras personas, al mundo en general, de las desgracias propias o cercanas.
Pero, con tiempos bondadosos o etapas dificultosas, el infinitivo que más me agrada es Compartir. No tiene evasivas, ni disculpas, ni razones, ni juicios, ni prejuicios, ni normas, ni derechos, ni tampoco obligaciones. Cuando se comparte se da todo sin importar qué hay detrás o qué nos espera delante. La acción de compartir no entiende de fríos, de calores, de fortunas, de pobrezas, de promesas falsas, ni de lealtades comprometidas. Compartir es extender los brazos para traspasar las miserias y las venturas, despegarse del ego para entregarlo a otro, recoger otras pesadumbres para hacerlas nuestras, asumir los quebrantos ajenos como si fueran nuestra sombra, fundir lágrimas distintas y amalgamar en un abrazo el regocijo.
Los otros verbos tienen fáciles tentaciones y malos asesoramientos. Y aunque triunfen en las ediciones de las portadas y en los caudales financieros están condenados por una mácula, la silueta que tienen los ganadores perfectos en los paraísos del egoísmo. Tristes edenes decorados por animadversiones, envidias, recelos, desconfianzas, indolencias y desamores.
Aun en los peores escenarios, compartir lo más tierno y lo más aciago se convierte en una obra de arte, en un milagro existencial, en un propósito infeliz de transformar el instinto más inocente en el sentimiento más extraordinario. A veces ocurre. Más que palabras, existen abrazos que nos besan.
Fotografía de Laura Torres Gandía
Música sugerida: HÁ PALAVRAS QUE NOS BEIJAM. Cristina Branco
Hasta que llegue el amanecer.....
Hace 9 años
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