Mucho antes de que el bíblico Moisés bajara del Monte Sinaí el decálogo divino, ya existía la conciencia en las almas de los hombres y mujeres. Se inventan mandamientos para establecer un orden y bajo los parámetros del premio y del castigo, de la recompensa o la desgracia, de la gloria o la frustración. Y todo ello bajo la presión del bipolar tema del bien o el mal.
La conciencia es un puzzle que, bien encajado, nos permite la catalogación de personas morales, rectas y correctas. Si no ensamblan bien algo anda mal. En cualquier caso la tentación siempre es capaz de confundirnos y de interpretar que lo que no es bueno tampoco es malo. Podremos entonces acudir al pretexto, a la justificación puntual, a la excusa precisa con cuartada. Pero para eso está nuestro Pepito Grillo particular, para que, equivocado o no, nos susurre esa voz silenciosa para decirnos que ésto sí y aquello no.
La conciencia es el termómetro que nos indica cuándo traspasamos la línea roja. A partir de ahí podemos ser libres en la ofensa, en el daño, en la agresión, en el robo e incluso en la muerte. Luego será el Pepito Grillo de lo Social o de lo Penal quien dictamine por qué vulneramos nuestra conciencia, los diez mandamientos y la línea roja.
Pero el primer y más sincero Tribunal es el nuestro propio, lejos de mercancerías jurídicas y pactos amparados en el Derecho.
Hay quienes envaran a su propia conciencia y la entierran viva. No saben que sin el Pepito Grillo, a veces como mosca cojonera, nos sigue, nos alienta y nos enmienda.
De modo que si aún tenemos esa preciada conciencia, no nos la quitemos de enmedio. ¡Quién sabe si en un momento nos hará falta y nos sentiremos entonces solos y perdidos!
Sin ella no haremos otra cosa que correr, ligeros de paso y a ningún sitio.
Música sugerida: RUN FOR HOME. Lindisfarne
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