Un domingo en la playa da para mucho, sobre todo si aparte de juguetear tímidamente con los primeros baños o dejar senderos en la arena se sienta uno en el chiringuito para descansar y reponer fuerzas. Una caña, unas sardinas y una placentera conversación resultan una estupenda oferta parta consumir unas escasas horas de ocio. Puede ocurrir que la persona con la que estás reciba una llamada perdida en el móvil y acuda presurosa a la comunicación impuntual. Si esto pasa quedas, por unos minutos, ensimismado con las cosas propias de uno y, de paso, pueden repelarse las espinitas de las parrochas, limar el hueso de las aceitunas o apurar el culo de la refrescante bebida. Pero además de estas cosas superficiales y apetecibles pueden hacerse también otras cosas que complacen la curiosidad y aplacan la espera.
Por ejemplo observar las mesas de alrededor, afinar el oído y empaparse de esas historias de gentes desconocidas y que jamás volveré a ver casi con toda certeza. Y he aquí que me encuentro en esa incómoda situación de encontrarme solo, sentado en una terraza, azotándome la brisa y esperando a la compañía. Así que, rosigados los huesos y acabada la cerveza pongo todo mi interés en el entorno más cercano y mientras paso revista agudizo la audición a las siguientes escenas:
Un grupo de adolescentes desconsolándose por los infortunios del Madrid y Barça en sus eliminaciones de la Champions; unos franceses comentando su primera visita a España y a sus playas; una pareja cuarentona pendientes de su pequeña que está jugueteando en la orilla, en tanto ellos dan cumplida cuenta de un apetecible plato de calamares a la plancha…
En otro lado unos macarras recuperando los niveles de alcohol en la sangre y sacudiéndose la resaca de una noche sin dormir mientras comparten una jarra de cerveza; cuatro amigos, ya maduros, celebrando algún aniversario con vino rosado y espumoso, deducción que extraigo por la cantidad de brindis que proponen; una joven pareja descubriéndose los lunares de la piel desnuda mientras practican el arte del beso y un señor con bermudas jugando al solitario.
Pero más me llamaron la atención unos comensales sudamericanos. La señora, ya mayor y aderezada de maquillajes, colgantes, sortijas, brazaletes y un monedero espectacular, presidía la mesa. La flanqueaban unos sobrinos –deducción personal- acompañados de sus respectivas novias. Los parientes debían ser los hombres, porque eran los que llevaban la voz cantante y los que demandaban al camarero los platos apetecidos, en tanto ellas asentían con timidez. El caso es que uno pedía una cosa, el otro otra, el tercero su propio capricho y el cuarto lo que faltaba; que aquella mesa, sin protocolo ni mantel, parecía un rincón de manjares con cada cuenco maravillosamente cocinado y que abría el apetito y despertaba al estómago más perezoso nada más con mirarlo.
Yo me fijé en la mujer que, muy seria, arbitraba la mesa. Compungida, silenciosa, distraída, oculta en sus grandes gafas de sol e inexpresivos sus labios, observaba cada movimiento, palabra, solicitud, comentario, chiste y frase de unos niños malcriados que cumplían a la perfección el papel de depredadores tiburones. Ignoro si la señora tenía una radiante cuenta corriente, espero que sí. Pero puedo atestiguar que lo sobrinos ni le miraron a la cara ni le dirijieron la palabra. Así que todo lo apetitoso que los vampiros se comieron a mí me produjo desgana. Pobre mujer acosada de sanguijuelas y pobre tan huérfana de cariño.
Volvió la mujer, me refiero a la mía, y le supliqué que no me dejase más sentado y solo. Quédate. Porque si te vas lo somatizo todo.
Música sugerida: SHINY DAYS. Anni B Sweet
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