Conozco a mucha gente que suspira, piensa y siente sólo para ellos, como ensimismados en su propio mundo, un mundo inmenso para ellos, ridículo para los que lo rodean, más sabios porque tienen la habilidad de relativizar mejor los asuntos.
Los personajes que se creen importantes se creen el ombligo del mundo y están convencidos de que sus méritos o miserias son las únicas y auténticas protagonistas del universo.
Cuando alguien sólo piensa en sí mismo y de forma crónica se endiosa y sublima; y esto tan simple a veces es contagioso. Hasta cualquiera, aunque luego tiempo habrá de arrepentirse, potencia sus problemas, vacila con sus soluciones y dedica un buen tiempo en predicar monsergas al personal, advirtiendo que sus escuchantes, los que atienden al monólogo, están equivocados.
La vanidad es tan incontrolada que provoca, como un veneno, efectos tóxicos. Sin menospreciar la necesidad de la autoestima evocarla, es más, adorarla sin mesura conduce al aislamiento, a la distancia, al disimulo social.
Si nuestras cosas son importantes, si pensamos que nuestro mundo es único, los asuntos de los demás se nos escurrirán entre los dedos, devaluaremos los ajenos suspiros como elementos menores, sin mayor importancia, que no merecen su propio espacio aunque también tengan cosas que decir.
Si hablas para tí solo acabarás por convertirte en un autista voluntario. Si tu vida es un largo monólogo de una triste historia los demás se inventarán dos mil excusas ya no para compadecerte, sino para darte viento fresco.
Música sugerida: LO QUE HAY QUE OÍR. María Rodés