jueves, 17 de diciembre de 2009

EL CHAPUZÓN INDESEADO

Hace muchos años con mi compañera y nuestras hijas, entonces muy pequeñas, decidimos pasar un fin de semana en un hotel de la costa. La oferta era tentadora y necesitábamos desconectar. Recién llegados y tras dejar los equipajes en la habitación, bajamos a las zonas comunes y repasamos las instalaciones, buscando los lugares de recreo infantil y, lógicamente, las piscinas.
Nada más arrivar a la piscina principal y, como es lógico todavía en ropa de calle, observé cómo dos hermanas se zambullían en el agua. La mayor tendría unos doce años y la pequeña siete u ocho. Se puede decir que, en ese momento, estaban solas en el recinto acuático. No supuso este hecho nada relevante y seguimos mirando el entorno y sus alrededores. Muchas hamacas, excedente de sombrillas, pisos de césped, vegetación, arbolado, servicio de restaurante, en fin; todas las comodidades para el turista.
Reparé en que la hermana mayor (luego supe que eran hermanas) abandonaba la piscina, seguramente para ir al baño. Y aprecié también que la pequeña, imagino que al perder la referencia visual de su hermana, se puso nerviosa, insegura y comenzó a chapotear. Se fue angustiando y agobiando por momentos, hasta el punto que se sumergía y a brazadas instintivas lograba salir a flote. Empezó a tragar algo de agua y advertí que aquello iba en serio.
Durante unos segundos divisé, en un recorrido circulatorio, a los turistas que presenciaban la escena pero estaban ocupados o sorprendidos. Guiris en sus tumbonas aplicándose el bronceado, otros leyendo, los que llevaban gafas de sol sin delatar si están durmiendo o haciéndose el distraído, los que sorbían su martini, su cóltel o su refresco, los que se miraban unos a otros esperando a que alguien se decida y sea el primero. Todos con sus bañadores, sus bikinis o su top less.
En esa época he de recordar que no había obligatoriedad en el servicio de vigilancia y socorrismo, de manera que esa figura salvadora no existía. Atónito volví a mirar a los acomodados y acomodadas turistas mirándose entre sí por si alguno se lanzaba. ¿Pueden creerme que nadie? Pensarían que alguno estará disponible, porque dejarme el cóctel a medias o la crema sin poner, con lo agustito que estoy bajo la sombrilla...
Nadie se levantó a socorrer a la niña en apuros. Así que le dije a mi mujer que me custodiara las zapatillas, la cartera y el reloj. En vaqueros y con camisa me lancé al agua, sin gana alguna, para acudir a ese maldito rescate. Saqué a la niña del agua, volvió su hermana asustada y cuando todo se tranquilizó y pasó el peligro, me sacudí el pelo, cogí mis zapatillas, mis calcetines, mi cartera y mi reloj y me despaché en mi habitación.
No me sentí ni héroe ni villano. Me sentí humillado, decepcionado y un tanto hundido. Nadie me dió las gracias ni las pedí, nadie me dijo "lo siento, no sabía que...", nadie me dijo "qué bueno que estuviste". Subí a la habitación, ¿cómo diría yo? desencantado. Si no hubiésemos llegado, ¿Quién hubiese sido? ¿O tal vez no? Cualquiera sabe. El caso es que me retiré con la sensación de que la gente me señalaba con el dedo, no sé si por tonto o por imbécil. Me retiré contento, porque alguien tenía que ser y esta vez me tocó a mí, pero con mala reputación. Que a nadie le pase, ni la que quede en el agua angustiada ni al que se lanza a verlas venir.

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