Hoy ha llegado mi suegro a casa, a eso de la una y media, para comer; como hace habitualmente de lunes a jueves. Como sabemos quienes le conocemos, es un pedazo de pan y, como dirían las personas curtidas de la vida, un bendito. Su rostro es un mapa, de esas caras mapamundi cortadas por profundos surcos, con esas cicatrices caprichosas que son presas de los calendarios del tiempo, estelas del reloj de la vida. Y demasiado gastado por ese trabajo iniciado desde que era churumbel y que todavía continua, entre bancales y riegos, semillas y barbechos, siembras y recogidas desde una eternidad, de sol a sol, de luna a luna, de veranos y de inviernos.
Tiene ochenta y seis años y no disfruta, en noche alguna, de tranquilos sueños; como merecería cualquier huésped de una existencia trabajada o cualquier anfitrión de una casa labrada a pulso. Interrumpen sus vigías los insomnios de una esposa que padece Alzheimer desde hace siete años y por eso le acompaña en los despertares, le prepara el desayuno, la pasea por el parque, la traslada en la silla de ruedas hasta la parada del autobús, ese transporte que la llevará hasta el Centro de Día. La despide a diario con una sonrisa, con una bendición, con unos parabienes que desea con todas sus fuerzas, aunque él prescindiera de esos buenos deseos el resto de sus días. La besa cuando llega la hora de la despedida y se le humedecen todavía los ojos, esos ojos ya secos de lagrimales, porque se desaguaron de tanto vivir y porque ella ya no le entiende.
Aún cultiva el huerto. Es la misma tierra que empezó a trabajar de niño, casi a ras de suelo. El bancal, el regadío, el barbecho, los surcos, las semillas, las plantaciones, mirar al cielo, rezar para que no hiele, recoger las plantas y los frutos, mimar la tierra, rascar sus entrañas, medir el viento, predecir las lluvias, besar las hojas, calarse hasta los huesos, herirse de frío, tambalearse por un golpe de calor, maldecir el esfuerzo sin recompensa; querer a sus gentes, amar a su mujer, a esa esposa que se fue hace tiempo, con la mirada perdida, de las dichas compartidas. Horas son de prepararle el regreso, de ofrecerle el zumo, o la leche con la descansada merienda, de encenderle la televisión, darle conversación y hacerle compañía. Horas son para armarse de fuerzas, acorazarse de paciencia, inyectarle la insulina, prepararle la medicación y sonreír abatido cuando desvaría. Hasta que de nuevo los insomnios de su esposa interrumpan y solivianten sus tranquilos sueños, hasta que, ya convertido otra vez en centinela y vigía, la acompañe por enésima vez al aseo, al frigorífico, al salón, a la ventana, al sofá, a la cocina, a la galería, al pasillo y otra vez a la cama, a ese lecho del que, con el paso del tiempo, se fugó la pasión pero donde creció el afecto.
Y a las siete sonará el despertador para comprobar que otro día ha nacido. Con sus nubes, con su sol y con sus horas pendientes que deben pasar revista. Otro día de lucha, otro día de convertir lo cotidiano en un milagro de existencia. Otro día de lanzarle una sonrisa desafiante a la vida, sarcástica y también envuelta en ternura, y exclamarle: “¡Qué final triste de película!”.
Pero todavía tiene fuerzas porque aguanta, soporta porque transige. Si no le enterraron las tierras del bancal, ¿de qué le sirve llorar con lágrimas secas si aún florecen, porque no perdieron la memoria, los frutos en sus árboles?
Música sugerida:
KATE´S THEME. Lennie Niehaus